Eco de clase (10 octubre 2017)


A menudo se ha querido tachar a la Iglesia Católica como un gran y silente cómplice en la Conquista violenta y destructora de América. La realidad es más compleja que esta simple reducción con fuerte sabor a leyenda negra.

En su libro La cruz y la espada, Gregorio Smutko sostiene que el proceso de colonización y el de evangelización de América son procesos distintos, que se desarrollaron paralelamente. Los evangelizadores enviado a América no eran de órdenes para la misión—pues se creía que ya todo el mundo había sido descubierto, y por ende, el Evangelio ya se había proclamado a toda la tierra—, así que tuvieron que aprender a misionar. No se puede decir que la evangelización fue un proceso violento; la colonización sí lo fue. Algunos encomenderos sí quisieron utilizar principios religiosos como justificación de sus actos, pero no contaban con el apoyo total de los misioneros; antes bien, muchos se les opusieron, por ejemplo, De las Casas. Lastimosamente, la investigación de Smutko quedó inconclusa a causa de su muerte.

Los intelectuales y los religiosos—que en la época y en España eran prácticamente una sola categoría— se plantearon la legitimidad de la Conquista, en puntos específicos, a saber: (a) la legitimidad del dominio político de España; (b) la licitud o ilicitud de la guerra contra los indios; y (c) la naturaleza del indio y el justo régimen en que tenían que vivir los indígenas. En el Viejo Mundo, el dominico Francisco de Victoria genera toda una escuela de pensamiento en la Universidad de Salamanca, la llamada Escuela Salmantina, dedicada a la reflexión de estos temas. La virtud de la Escuela de Salamanca fue complementar los principios teóricos con la aportación directa de los misioneros americanos, aproximando así los principios a los hechos.

Se puede notar así que, más bien, es la Iglesia la primera que reacciona para defender a los amerindios, buscando que el proceso del Encuentro sea más humano y respetuoso. En efecto, un hito histórico de esa época fue la confrontación entre fray Bartolomé de las Casas, que se encontraba en territorio americano y se oponía al sistema de las encomiendas, que consideraba esclavista, y Juan Ginés de Sepúlveda, que nunca entró en América, pero era una de las mayores autoridades en Salamanca, y que defendía el derecho a la Conquista; De las Casas, por su parte, decía que era una barbarie innecesaria. Es en este contexto que se publica la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, quizá la más conocida de las obras de fray Bartolomé.

Pero, ¿qué eran las encomiendas, y por qué resultaron tan polémicas en la época? La soberanía de España sobre América fue concedida por el Papado bajo la figura del patronazgo, que indicaba que era deber de la Corona sostener la Iglesia y extender la fe en la región concedida. Esta concesión se hizo con base en el entendimiento del Papa como Vicarius Dei, más que Vicarius Christi, es decir, con la suprema autoridad tanto en lo espiritual como en lo temporal. Si bien esta visión pueda parecer escandalosa o confusa hoy en día, permitió en la época cortar de raíz un posible conflicto armado entre los países de la Península Ibérica por el control de los territorios americanos.

Precisamente para la organización de estos territorios los españoles implantan un sistema semifeudal, la encomienda, por la cual el encomendero tenía derecho a territorio y mano de obra para cumplir su papel en representación del Rey de velar por la realización de las condiciones del patronazgo. Empero, esto degeneró en una esclavitud indígena no reconocida como tal, pero denunciada fuertemente por De las Casas. Sin embargo, en justicia histórica hay que decir que este sistema, con todo y sus carencias y defectos, evitó la destrucción de los pueblos amerindios, como sí ocurrió en América del Norte, colonizada por protestantes con una visión pietista que enfatizaba la raza, y que no consideraba humanos a los indígenas. En América Latina además propició un elemento sociocultural de nuestra región que es insoslayable: el mestizaje.


Con la discusión de la Escuela Salmantina de fondo, el Rey de España convoca la Junta de Valladolid, la cual es la primera corte formal que se da para tratar de definir no solo desde la teología, sino desde el Derecho, la situación de los indígenas americanos; entre sus miembros destacaron Domingo de Soto, Melchor Cano, Martín de Azpilcueta, Antonio de Montesinos y Pedro de Sotomayor. La discusión partió de bases teológicas, consideradas superiores a las de cualquier otro saber, pero tomando también consideraciones filosóficas en política y en ética, en antropología y en metafísica. No discurrió sobre si los indígenas eran humanos con alma, o animales domesticables; ya la bula Sublimis Deus de Pablo III en 1537 había zanjado la cuestión, definiendo como herética la segunda postura. La Junta, más bien, pretendió definir el derecho a la libertad y a la propiedad, así como el derecho a abrazar el cristianismo—que debía serles predicado pacíficamente— partiendo de lo definido por la bula, siendo que los amerindios era seres racionales. De esta Junta surgen las Leyes Nuevas, que indican el derecho de los amerindios a la propiedad, a la determinación de su lugar de habitación, y a la religión que van a seguir. Como se ve, la influencia de la Iglesia en pro de los amerindios más bien llevó al reconocimiento de su dignidad humana y de los derechos intrínsecos que ésta conllevaba.

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